Sobrevivientes de la masacre durante el entierro del arzobispo Óscar Arnulfo Romero en 1980, y que huyeron posteriormente de la violencia en su país, celebran desde Estados Unidos que "el pastor del pueblo" sea nombrado "santo" este domingo en el Vaticano.
Monseñor Romero oficiaba misa el 24 de marzo de 1980 en el hospital La Divina Providencia cuando un francotirador derechista lo mató de un disparo al corazón. Seis días después se celebró un funeral en la catedral metropolitana, donde, durante sus homilías, denunciaba torturas, asesinatos y desapariciones.
"Yo cargué el féretro del altar a la entrada de catedral", dice a Efe Guillermo González, de 72 años.
Este salvadoreño que junto a su esposa María Hilda emigró a California, como otros cientos de miles de compatriotas, que suman unos tres millones en Estados Unidos, recalca que esta canonización le causa "alegría" porque tiene un sentido de "justicia" tras lo sucedido con el entonces arzobispo de San Salvador.
Con el ataúd de Romero rodeado de laicos y sacerdotes frente al gentío en la plaza Gerardo Barrios, el arzobispo de México, Ernesto Ahumada, presidía la misa.
"Un francotirador desde el Palacio Nacional hizo el primer disparo, que pasó zumbando entre nosotros, y vi que el tiro pegó en la pared de la iglesia", recuerda.
El feligrés entonces tenía 34 años y observó el miedo del recordado Ahumada, "representante del papa", y entre disparos y explosiones de bombas la multitud corrió hacia el interior del templo "y el ataúd quedó abandonado en la puerta".
"Algunos murieron por los balazos" y otros que tropezaron "fallecieron atropellados por la misma gente", relata el devoto de Romero sobre las exequias en las que alrededor de medio centenar de asistentes perdieron la vida.
González, dentro de catedral abarrotada, recogió "el micrófono pateado y polvoso" de Romero y, junto a María, que formaba parte del coro de catedral, se lo llevó a casa.
Los esposos, que conversaron con Efe antes de partir rumbo al Vaticano, donde este domingo el papa Francisco declarará santo a monseñor Romero, se llevaron el micrófono reliquia del sacerdote, "la voz de los sin voz", por petición del cardenal salvadoreño Gregorio Rosa Chávez.
"Nuestro entusiasmo y nuestra fe están a punto de estallar -dice a Efe María, de 68 años- porque al fin salimos del desierto para encontrar la tierra prometida con la nueva etapa de san Romero de América".
La "romerista" recuerda que el día del entierro "casi se asfixiaba" dentro de la iglesia, por lo apretujada que estaba la gente.
"Guillermo me levantaba sobre las cabezas, porque soy chiquita, y así lograba respirar", rememora quien fuera locutora de la radio católica YSAX en su país.
Local
Antonio Arteaga, de 62 años y quien tenía 25 cuando asesinaron a Romero, cuenta a Efe que, debido a su empleo de asistente de camarógrafo del popular programa Teleprensa, del Canal 2 de El Salvador, le mandaron cubrir el asesinato.
Él y sus compañeros acudieron a la Policlínica Salvadoreña, donde había sido trasladado el religioso, y al entrar en un cuarto se toparon con el cuerpo de monseñor tendido en una camilla y rodeado de médicos.
Era imposible "contener las lágrimas" mientras laboraba, explica Arteaga, quien el día del entierro, junto a varios familiares, fue al funeral y gracias a la credencial de prensa entró a la iglesia y subió hasta el techo para ver "el mar de gente", desde donde sitió una "gran angustia" al oír los "disparos y bombazos".
"Monseñor Romero fue como Jesús que llegó a El Salvador, pero solo a que lo crucificaran", considera Arteaga, quien afirma que el religioso "desde antes que lo mataran, ya era un santo", aunque la ceremonia del domingo le hace sentir "júbilo", porque, gracias a la canonización, estará ahora en "las iglesias a nivel mundial".